Andrés Sastre
Director Regional para el Cono Sur, ASIET

Something in the way: noticias falsas

Este mes de septiembre se cumplen 50 años del lanzamiento del disco de los Beatles “Abbey Road”; más allá de lo excepcional del famoso LP, su portada es una sátira en reacción a una extendida leyenda urbana de la época. Aquella “fake news” aseguraba que Paul McCartney había fallecido en un accidente de tráfico y había sido sustituido en la banda por William Campbell. En la icónica imagen se observa a un John Lennon vestido de clérigo, presidiendo de blanco inmaculado una procesión seguida por Ringo, con traje de funerario, y Paul a paso cambiado y descalzo, que sería el muerto; cerrando la comitiva aparece un George Harrison como enterrador. Ni qué decir que antes existieron cientos de noticias falsas con bastante más mala intención y peores consecuencias que la de los Beatles, incluso políticas, Dreyfus, por poner un ejemplo, o violentas como las persecuciones a los judíos en la Edad Media.

Entonces no existía Internet. La desinformación y las noticias falsas no son consecuencia de la red ni sus plataformas, pero su actual capacidad de difusión las viraliza con mayor intensidad que en el pasado, y hace más dificultoso su combate, porque incluso puede generarse información sesgada a la carta. Su alcance y efecto, por tanto, son hoy mucho mayores.

Últimamente, nos hemos limitado a observar cómo su capacidad de influencia en procesos electorales y decisiones de Estado han ido aumentando. Incluso, han ayudado a movimientos y decisiones de corte populista e ideología ultra que incluso discuten postulados sobre los que hemos construido las bases de nuestros actuales Estados de derecho. Se trata de un problema de gravedad que al día de hoy no deja fácil solución sin que en el mal que se pretende solucionar no se lleve por delante otro tipo de libertades fundamentales, sobre todo aquellas relacionadas con la libertad de expresión.

Por supuesto, no existe una conspiración o ejército de bots unificado bajo un único comandante que de forma coordinada fabrique noticias falsas para la desestabilización del sistema. Más bien, tenemos que hablar de agentes diversos que se sirven de la capacidad de difusión y llegada a los ciudadanos que tienen las grandes plataformas y redes sociales para lanzar sus campañas, con menos esfuerzo y presupuesto del que antaño hubiese sido necesario.

Acertadamente en un principio, para que el desarrollo de las aplicaciones fuera viable y seguro, se sentó la base de que los intermediarios no debían tener responsabilidad sobre lo que se publicaba en sus sitios. Más allá de que ante un contenido ilegal u ofensivo y previa solicitud éste fuera removido, quedaba claro que los intermediarios no debían de actuar como policías en la web, pues su tarea no era dedicarse a analizar el contenido que albergan.

Es evidente que los recientes acontecimientos en procesos electorales mediante campañas de desinformación, unida a la proliferación de delitos de odio y violencia en vivo, han hecho replantearse el grado de inmunidad de las mismas, y pasar a exigir soluciones más proactivas de estas empresas por su capacidad de influencia a nivel global. Escándalos como el de Cambridge Analytica han provocado que desde las mismas empresas se busque una solución consensuada y escenarios estables que otorguen un marco de actuación seguro.

La rápida difusión y asimilación de noticias falsas se ve favorecida por el hecho de que en redes sociales, generalmente, el usuario agrega a aquellas personas con las cuales tiene más cercanía personal y afinidad ideológica, lo que ayuda a que la información que se comparte tienda a aceptarse como veraz y reafirmar ideas preconcebidas.

Los algoritmos de las redes sociales han favorecido la consolidación de esta afinidad; el hecho de acceder sólo a noticias de nuestro agrado o que confirmen nuestras posiciones, por más que estas noticias sean de dudoso origen o confiabilidad. El resto de noticias tienden a desaparecer.

En redes de mensajería instantánea el problema se multiplica. La información se viraliza rápidamente en grupos cerrados y el efecto burbuja es más potente aún, siendo el combate contra la desinformación todavía más complejo, puesto que una intervención en conversaciones privadas sería una vulneración muy grave de derechos fundamentales.

La naturaleza transfronteriza de Internet, junto al hecho de que no tiene por qué haber correlación entre el lugar donde se genera la noticia y el lugar donde hace efecto, la difícil prevención de la difusión de contenido ilícito en vivo, dificultan además cualquier tipo de control sobre estos mensajes.

La solución no es fácil y tampoco va a ser única y completa. No es posible tolerar que aquellos que, amparándose en la protección ante este tipo de noticias, emitan regulaciones excesivas que lleven a una censura de facto en la red. Debemos avanzar hacia marcos de actuación conjuntos que delimiten de manera garantista y transparente, tanto para los usuarios como para las plataformas, la forma en la que se remueven contenidos con material ofensivo o delictivo.

Los delitos de odio, el racismo o la violencia en línea son, dentro de la dificultad, más claramente combatibles, mientras que la falsedad o veracidad de una noticia a veces no es algo tan claro, y puede haber una delgada línea entre opinión y mentira. Nunca se va a poder impedir por completo la difusión de noticias falsas, no se pudo impedir antes de Internet, menos en este momento tecnológico; pero sí podemos mitigar su efecto mediante el establecimiento de cánones de conducta, compromiso conjunto y patrones de actuación.

Avanzar en líneas como la creación de registros de portales de noticias que, se tiene comprobado, difunden contenido abusivo, falso e injurioso, y que hasta la fecha se lucra con ingentes cantidades derivadas de la publicidad, para precisamente cortar esa vía de financiación, resulta necesario.

Las noticias de que recientemente Twitter ha eliminado cientos de miles de cuentas que difundían contenidos falsos, que redes de mensajería instantánea como WhatsApp han reducido a 15 usuarios la posibilidad de compartir contenidos de forma simultánea, o avances en la transparencia respecto del origen de la publicidad en campañas electorales, van en la buena dirección, sin duda.

No obstante, esto debía quedar reflejado en la existencia de marcos de actuación armonizados a nivel global, para la propia tranquilidad de las empresas y también de cara a la transparencia de los comportamientos de las mismas ante los usuarios.

Sin embargo, la proposición del Parlamento brasileño de condenar hasta con 8 años de cárcel a quienes compartan información falsa; o la propuesta de regulaciones que coarten la libertad de expresión en función de un bien superior, no están en el camino adecuado, por su inviabilidad y peligrosidad para las libertades. Desde luego, no hacer nada o seguir amparándose en la falta de responsabilidad hacia lo que ocurre en tu interior hace tiempo que no es una opción.

Nos encontramos ante un problema grave del que quizás todavía estamos viendo los primeros coletazos. La buena noticia es que muchos han comenzado a ser conscientes de la situación. Efectivamente, no vamos a poder terminar con la difusión de información falsa, pero debemos procurar que el problema no ponga en jaque los Estados de derecho tal y como los entendemos.