La inteligencia artificial ocupa un lugar central en las conversaciones sobre el futuro. La vemos en películas, leemos noticias sobre su impacto en el mundo, nos preocupamos por sus marcos éticos y discutimos en torno a ella. La inteligencia artificial es parte de nuestro tejido cultural, y además es parte de un conjunto de sistemas cada vez más complicados: desde la meteorología y el transporte hasta las artes, los movimientos pastoriles del ganado y las cadenas de suministro de materias primas.
Estos “algoritmos creativos” con los que convivimos tienen sus aplicaciones en la educación y consecuencias en la vida de nuestras futuras generaciones, por lo que innovar es parte de la normalidad educativa, un proceso continuo de actualización y flexibilización de nuestros marcos formativos para responder a los desafíos que cada momento presenta.
Las tecnologías que llamamos inteligencia artificial son programas de computadoras que utilizan diferentes técnicas para simular características de la inteligencia humana, pero, por la carga conceptual y la polisemia cultural que implica la palabra inteligencia en los humanos, aún a muchas personas el término inteligencia artificial les hace ruido. Sin embargo, este término nos acompaña hace ya más de medio siglo, por lo menos desde 1956.
El concepto lo delineó entonces un grupo de científicos, entre ellos Marvin Minsky, cuando tuvo que escribir una propuesta describiendo la potencial línea de investigación para un curso de verano en una universidad estadounidense: “cada aspecto del aprendizaje o cualquier otra característica de la inteligencia puede, en principio, describirse con tanta precisión que se puede hacer una máquina para simularlo. Se intentará descubrir cómo hacer que las máquinas utilicen el lenguaje, formen abstracciones y conceptos, resuelvan tipos de problemas que ahora están reservados a los humanos y se mejoren a sí mismas”.
Más atrás en la línea temporal, encontramos que esta conceptualización tiene sus predecesores en la cibernética, sobre 1940. Norbert Wiener acuñó el término cibernética inspirándose en la palabra griega para timonel, kybernetes, ilustrando su creencia de que la ciencia de la cibernética sería la ciencia de la dirección o el control, en sentido amplio. Desde entonces, las conversaciones sobre cibernética se vieron impulsadas por la esperanza de que el nuevo poder computacional ayudaría a liberar el potencial humano en las ciencias y las artes. La idea era que la cibernética informaría nuevas formas de tomar decisiones y organizar recursos: nuevas formas de ser y hacer, nuevos sistemas.
Efectivamente, sus aplicaciones han evolucionado tanto que están en nuestra vida cotidiana todos los días. Cada vez que utilizamos los navegadores en un auto, pedimos un taxi por una app o usamos un buscador que nos dice cuál es la próxima salida de ómnibus desde la parada más cercana a nuestras casas, estamos usando inteligencia artificial. Las aplicaciones de esta tecnología en medicina ya han salvado centenares de miles de vidas y eliminado un gran número de tratamientos invasivos, especialmente durante el embarazo y en patologías presentes en órganos internos que eran muy difíciles de detectar.
Claro está, no todo es color de rosas: la inteligencia artificial salva vidas y soluciona muchos problemas, pero genera otros. Algunos triviales, como la cantidad de veces que el corrector ortográfico escribe charleston cuando le estoy contando a mis hermanos sobre mi tía Charito (no charleston), y otros un poquito más incómodos. Un amigo tuvo el siguiente diálogo con su hijo: “Papá, me dijiste que hoy jugábamos a la pelota”. “Sí, mi amor, en 25 minutos jugamos”, le respondió él, a lo que el niño contestó: “Alexa, en 25 minutos poné música de mundial”. ¡No hay escapatoria!
También ha generado problemas graves. Sabemos que algoritmos diseñados para la misma tarea por equipos de programadores distintos generan aplicaciones de inteligencia artificial que toman decisiones muy distintas, al filo, por momentos, de vulnerar derechos, y tampoco podemos obviar que el modelo de aprendizaje de una inteligencia artificial es tan sesgado como lo sean sus creadores. En definitiva, es una de las tecnologías humanas perfectibles, como tantas otras.
Volviendo al desarrollo del concepto, no fue hasta la exposición curada en Londres por una mujer notable, Jasia Reichardt, que se llamó Serendipia cibernética, que se exploró la idea de la computación creativa y el arte generado por computadoras, profundizando la certeza de que la interacción humano-tecnología es parte de nuestro entramado cultural y social. En aquel contexto no fue posible encontrar en el pasado un marco de aprendizaje que explicara ese nuevo vínculo que uniría a los humanos y las tecnologías digitales.
Es por esto que desde Ceibal procuramos aprender del futuro, con la certeza de que el futuro no es un destino, sino que lo construimos cada día en el presente. Esa frase atribuida a William Gibson se complementa con su otra frase que dice que el futuro ya está aquí, solo que no está equitativamente distribuido. Y una manera de “crear” el futuro es reconocer la innovación en nuestras comunidades educativas para que pueda ser replicada y mejorada.
Esto también es parte de la razón por la que en Ceibal tenemos una estrategia tan fuerte de ciudadanía digital y pensamiento computacional, que ahora profundizamos con una línea de formación sobre inteligencia artificial y sus aplicaciones en educación. Esta decisión nos obliga a hacernos varias preguntas, por ejemplo, ¿cómo podríamos pensar de manera diferente sobre los sistemas de tecnología, de personas, de cultura, de país y de este lugar?
Es cierto que no hay respuestas fáciles, y responderlas también podría involucrar experiencias del pasado para ayudar a informar nuestro presente y quizás nuestro futuro. Después de todo, es posible que el sistema educativo no proporcione las respuestas, pero debería permitir a nuestras futuras generaciones hacer mejores preguntas.